En mayo del 2021 empiezo a escuchar y leer que Glosa (1986), de Juan José Saer, se volverá a editar. Aún no había fecha, o por lo menos yo la desconocía. Comencé a buscarla por librerías que me quedaban de camino y le pedía casi a diario a mi librería amiga, la que me consigue todo y me lo trae a casa, que me ayude a encontrarlo. A fines de junio, llega el paquete a mi puerta. Así Glosa, de Juan José Saer, editado por Seix Barral, estaba en mis manos.
Jamás lo había leído ni lo había visto más que en algunas fotos. Ni las librerías de usados, ni parque Rivadavia, ni siquiera Mercado Libre lo tenían. Alguna vez llegué a preguntarme si ese libro existiría, si no era un “mito urbano”, una leyenda. Conocía muy poca gente que lo haya leído y esas personas pertenecían a una generación que no era la mía. ¿El complot sería tan grande? ¿Una generación podía dar cuenta de un libro que nunca más conseguimos y que nadie jamás deseo vender el suyo? Cuando indagaba acerca de qué trataba el libro, las respuestas oscilaban, siempre, en la misma idea: “Son dos personas caminando que conversan y evocan un evento en el que ninguno estuvo”.
Cuando tuve Glosa en casa, en pocos días me hundí en él y lo devoré. Me sumergí en el misticismo de un relato enorme y sencillo narrado solo en 21 cuadras. A mí, Saer no me resulta sencillo, no puedo leerlo rápido, pero tampoco puedo abandonarlo. Saer impone un tiempo y un ritmo en mi lectura. Es como si estuviese leyendo cada frase en cámara lenta, quizás tan lentamente leo a Saer como él hizo caminar esas cuadras a El Matemático y a Leto por las calles de Santa Fe.
Terminé la novela y sucedió como me sucede con toda la obra de él: hay unos días necesarios de silencio en el cual no puedo volver a ninguna otra obra. Imágenes y construcciones se van procesando y degustando aún.
Pasó un año y quise volver a ella, volver a leerla, pero esta vez con la brisa del Litoral en la cara. No es la primavera, no es octubre o noviembre, no es el 70 o el 71. Claramente no es octubre. No es ni un día 14 o un día 16, ni un día22 o un día 23. No es, Claramente el 23 de octubre de 1961. Es julio del 2022 y así comencé una nueva lectura de Glosa, de Juan José Saer.
Escribir sobre Glosa es, también, escribir acerca de Saer. Juan José Saer nació en Serodino, Santa Fe, en 1937. En 1968 viaja a París por una beca y se instala definitivamente allá. Fallece en 2005. Martín Kohan lo definió como “el escritor más relevante de Argentina después de Borges” en marco del Coloquio Internacional Juan José Saer en 2017.
En su Santa Fe natal leo y escribo en las mismas calles en las que Leto se baja del colectivo, las camina y se encuentra, casualmente, con El Matemático.
“Leto -Ángel Leto, ¿no?-, Leto, decía, ha bajado, hace unos segundos, del colectivo, en la esquina del bulevar, muchas cuadras antes de donde lo hace por lo general, movido por unas repentinas ganas de caminar, de atravesar a pie San Martín, la calle principal, y de dejarse envolver por la mañana soleada en lugar de encerrarse en el entrepiso sombrío de uno de esos negocios a los que, desde hace algunos meses, les viene llevando, con paciencia pero sin entusiasmo, los libros de contabilidad…”
La novela comienza con una escena que se desencadena casi por azar: Ángel Leto, uno de los protagonistas, sin saber porqué, baja del colectivo antes de llegar a su trabajo y continúa su camino a pie. Luego, por casualidad, se encuentra con El Matemático, el otro protagonista. Un breve andar de estos personajes pone en marcha el dispositivo que nos acompañará esas veintiuna cuadras que ellos comparten.
Una intriga sencilla y poco relevante guía la novela: “¿qué pasó en el cumpleaños del poeta Jorge Washington?”. La respuesta se presenta con capas y capas de lenguaje, donde no importa el objeto del lenguaje, sino el lenguaje mismo.
Glosa habla de un cumpleaños en el que ninguno de ellos dos estuvieron. El relato se construye en base a ausencias, conjeturas y especulación a partir de las distintas versiones. Las conjeturas se forman y juegan entre capas y capas del lenguaje. La narración está al servicio de la narración misma. Glosa pone en primer plano el lenguaje como forma, la narración en términos de su forma más que de su trama. Juega con el lenguaje poético oponiéndolo al periodístico. Hace convivir a ambos acorde a lo que cuenten: para describir el armado de un fuego en la parrilla, nos lleva en detalles durante tres páginas o cruzar una calle en Santa Fe es narrada en cuatro páginas; mientras para narrar la desaparición de uno de los protagonistas por las Fuerzas Armadas, lo hace en dos líneas.
Saer narra el tiempo mismo. Nos invita a leer la duración del lenguaje, no de las acciones. En Glosa, leemos la experiencia de la duración del tiempo.
La memoria y el tiempo son dos pilares que acompañan y sostienen la narración que nos en la que nos sumerge Saer. La memoria se construye con datos y versiones que tienen el mismo valor de verdad. Es similar a lo que ocurre en Cicatrices (1969): distintas versiones de un mismo hecho, pero al final hay alguien que estuvo. En Glosa, finalmente, se encuentran con Tomatis (otro personaje de Saer que podemos encontrar en varios relatos) que sí estuvo, pero no recuerda nada. En Glosa hay una absoluta pérdida de referente: “alguien me dijo que te dijo”. No importa quién lo dijo. Lo importante en esta novela es el decir, el lenguaje mismo, no el objeto.
La relevancia del lenguaje está presente, también en cómo respira la novela, en su musicalidad y en su ritmo. El uso de comas, de oraciones subordinadas, de grandes repeticiones y hasta el uso y la repetición del “etcétera” para indicar que esa frase extensa que se iba a repetir, no la repite, llevan a la dimensión de la intensidad en la novela.
El juego de frases y repeticiones suspende el tiempo. Se presenta un nuevo suceso, una trama lleva a un extenso ciclo que entra en un juego de contraste interno con el ritmo y con los tiempos narrativos del conjunto de la novela.
El lenguaje no es transparente, su opacidad potencia la estética de lo político en la novela. Lo “no dicho” es mucho más relevante que lo dicho. Lo que se entrevé puede ser más fuerte de lo que se dice.
Saer elige lo simple como recurso y nos propone volver a leer prestando atención, entregándonos a la experiencia de la forma y del lenguaje en la literatura.